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Apasionado Gould

JORGE WAGENSBERG - 30/06/2004

El libro La estructura de la teoría de la evolución vio la luz (2002) poco antes de que su autor, Stephen Jay Gould, muriera. No se trata, como pudiera sugerir el título, de una obra de filosofía de la ciencia, ni de la redacción, de una vez por todas, de una teoría que comenzara con El origen de las Especies de Darwin y que termina ahora con la obra de Gould. Ni el libro de Darwin habla del origen de las especies, ni el libro de Gould habla de la estructura de la teoría. Pero ambos hablan del reto intelectual más complejo y apasionante del pensamiento moderno: la evolución de las formas vivas. Gould, lo reconocen incluso sus adversarios, ha sido el pensador que más ha animado este debate, y muchos de los grandes nombres de esta gran discusión no habrían escrito ni la mitad de lo que han escrito sin la lectura previa de Gould.

Lo primero al enfrentarse a el nuevo libro de Gould son las más de 1400 páginas de esta última entrega. La teoría de la evolución (de momento inacabada) contrasta con las breves páginas de otras teorías (de momento bien terminadas) como por ejemplo, la de la Relatividad. Gould nos ha querido dejar un colosal resumen para reiniciar un debate que desata pasiones. La primera pasión es la suya. ¿Por qué tanta pasión?

Como bien se sabe, en la ciencia moderna la evidencia experimental es prioritaria. No siempre fue así. De hecho, no fue así hasta el Renacimiento. Antes de entonces, la autoridad de un pensador pesaba más que la mismísima experiencia. La larga vigencia de muchos sabios de la antigua Grecia se explica en esta clave. La biografía de personajes como Galileo está preñada de colisiones tragicómicas entre la evidencia experimental y la autoridad competente de cada momento y lugar. Actualmente la polémica surge por fricciones más sutiles. Existen dos aspectos que abren las válvulas de la ideología. Uno es la complejidad del objeto (los seres vivos), el otro es la diferencia de escala (en el tiempo y el espacio) que separa el sujeto del objeto.

En efecto, cuanta más complejidad, menos evidencia, y a menos evidencia más ideología. Las grietas del conocimiento científico se rellenan con pasta de ideología. A un físico teórico o a un matemático se le nota muy poco su ideología política o religiosa en sus publicaciones científicas. Yo diría que quizás nada. Y, por lo mismo, un físico o un matemático corren menos riesgo de ser acusados de vender una ideología, cuando intentan convencer a sus colegas de una particular teoría científica. A un biólogo, por el contrario, la ideolgía se le nota bastante más.

La temperatura de la pasión sube en esa frontera difusa en la que se abrazan evidencias y creencias. Los intelectuales de la evolución tienen, como todo ciudadano, una ideología, una ideología que influye en el debate. La otra cuestión que explica el grado de pasión y el grueso del testamento de Gould tiene que ver con las dificultades que nos encontramos para valorar las evidencias experimentales disponibles.

El problema más importante está en la escala de tiempos. En particular, el tiempo del objeto de conocimiento es muy diferente al tiempo del sujeto de conocimiento. La ciencia está elaborada por una mente. La mente intuye, imagina y crea conocimiento a partir de la percepción proyectada en el cerebro, un objeto físico conectado con el mundo a través de un cuerpo que vive confinado en una porción muy estrecha de la realidad que pretende intuir y comprender. Todas las unidades de tiempo son iguales y el tiempo fluye igual en todas partes y en todas direcciones. Sin embargo la mente humana alimenta su intuición con los cambios que puede percibir directamente con sus sentidos y su memoria. La grandeza de la ciencia es que llega a comprender mucho más de lo que puede intuir, a diferencia del arte que intuye mucho más de lo que comprende.

Existe el tiempo cosmológico. Un choque de galaxias es más simple que la división de una célula pero, para empezar, no se puede experimentar con ella (no podemos provocar una perturbación a una galaxia para ver cómo reacciona). Sólo se puede observar. Y sólo podemos observar la luz que nos llega millones de años después de cualquier evento. En cualquier caso, una colisión de galaxias puede durar tres mil millones de años. Un ser que vive un siglo no puede percibir muchos cambios directamente.

Existe también el tiempo geológico. Tampoco se puede experimentar, aunque sí observar. La cordillera de los Pirineos no siempre ha estado ahí, pero ni el más viejo del lugar recuerda cuando empezó a emerger, hace unos cincuenta millones de años, como consecuencia del choque de una isla –la Isla Ibérica– contra el continente. Empezó a chocar hace 92 millones de años y sólo hace 30 que ha terminado el choque. El Himalaya, resultado de la colisión de la India contra Asia, aún no ha terminado. La sal del mar que mediaba entre la isla y el continente se encuentra hoy a centenares de metros de profundidad y forma unos bellísimos pliegues que son como el recuerdo-evidencia de aquel choque.

Y por supuesto existe el tiempo biológico. Es el tiempo de los cambios de la evolución biológica. La vida media de una especie es de unos diez millones de años. De la emergencia y extinción de las distintas especies nos queda el registro fósil. Cada fósil es una especie de milagro. Una parte ínfima de la historia de la vida ha quedado registrada en piedra. El tiempo medio de vida de una especie biológica es de unos diez millones de años. Hemos presenciado la desaparición de muchas, pero nunca hemos sido testigos de una especiación, es decir, de la emergencia de una nueva especie.

Existe, además, el tiempo de la vida individual, es la escala de tiempo que intuímos cómodamente. Desde el tiempo entre divisiones celulares, que en buenas condiciones puede ser de una hora, hasta el tiempo máximo de la vida humana, unos ciento veinte años, aún queda un amplio margen. Una bacteria que vive una hora, una mosca que vive un día o un ratón doméstico que vive no más de tres años, tendrían serias dificultades para observar la evolución de la vida de una persona. No viven lo suficiente para intuir nuestros cambios... Si una bacteria pudiera pensar, quizá se apasionaría por saber algo de una vida humana que ellas verían cómo inmóvil, la misma inmovilidad que nosotros vemos en la evolución de las actuales especies. Y así seguiríamos, en escalas de tiempo demasiado cortas para ser intuidas y percibidas, como el tiempo de colisión de dos bolas de billar, o el tiempo de colisión atómica...

En suma, la evidencia experimental en temas de evolución es el registro fósil. Pero el registro fósil es escaso respecto de todo lo ocurrido y muy dilatado respecto de los tiempos propios de nuestra intuición y comprensión. Esto nos lleva a una situación que en ciencia genera grandes pasiones: cuando la solución no es única, cuando la evidencia experimental es compatible con muchas teorías distintas a la vez.

De ahí el debate, de ahí la pasión, de ahí que las ideas se escapen de las ideologías, de ahí que Gould haya querido testar sobre cada alternativa, de ahí el peso del testamento de Gould (sólo su propia teoría, la llamada del Equilibrio Puntuado, ocupa un capítulo de trescientas páginas, todo un libro), de ahí que el debate sobre la evolución de las especies sea todo un espectáculo de la inteligencia.

Jorge Wagensberg, director del Museu de la Ciencia, es responsable de la coleccion Metatemas de Tusquets, editorial que ha publicado 'La estructura de la teoría de la evolución´ en español





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