El error como motor
de la evolución
EL TEXTO genético sufre errores cuando se copia
o se intentan reparar los daños que pueda sufrir
ENRIQUE CERDÁ OLMEDO - 22/08/2004
La diversidad de los seres vivos,
incluso dentro de la misma especie, la transmisión
de rasgos de unas generaciones a otras y la eficacia de
la selección de muchos rasgos deseables se conocían
y se aplicaban mucho antes de que Darwin formulara sus pensamientos,
hace casi 150 años.
Un aspecto esencial, el origen de
la diversidad, solo empezó a entenderse ya bien rodado
el siglo XX, cuando se averiguó que todos los seres
vivos contienen y transmiten a sus descendientes un texto
(el ADN) escrito con un sencillo alfabeto de cuatro letras
(los nucleótidos). El texto genético no puede
mantenerse constante, porque sufre errores cuando se copia
o se intentan reparar los daños que pueda sufrir.
Por ejemplo, las radiaciones ultravioleta y otras de energía
aún mayor y muchos compuestos químicos, naturales
o artificiales, alteran el ADN y hacen su información
difícil o imposible de leer y ejecutar. No hay copista
perfecto ni restaurador que acierte siempre con el contenido
original de un texto dañado.
Nuestras células tienen varios
equipos de copia y reparación que se componen de
más de 150 proteínas distintas, entre ellas
al menos quince copiadoras (polimerasas del ADN) con distintos
grados de fidelidad. En funcionamiento normal cometemos
un error por cada mil millones de letras copiadas, pero
esta cifra varía según las circunstancias
y de unos seres vivos a otros. Muchos virus hacen un error
por cada mil o diez mil letras copiadas. Las reparaciones
son en general más defectuosas que la copia normal,
sobre todo cuando los daños son graves y abundantes.
Con el tiempo, los cambios de texto
(mutaciones) se acumularían de padres a hijos, a
menos que se eliminaran por selección. Mientras se
mantienen, constituyen el lastre genético de la población,
el conjunto de defectos hereditarios que, más o menos,
nos afectan a todos. Un aumento considerable de la frecuencia
de mutación, digamos al doble, causaría un
lastre genético incompatible con el mantenimiento
de nuestras sociedades. Una frecuencia de mutación
menor habría dificultado la aparición de los
cambios heredables que nos han llevado a ser lo que somos.
También harán falta nuevos cambios genéticos
si nuestra especie aspira a sobrevivir y reproducirse eficazmente
en un mundo cambiante. La conservación es una batalla
perdida de antemano; el ingenio no nos bastó para
adaptarnos a los cambios pasados y no creo que baste para
adaptarnos a los futuros.
En el desarrollo de un organismo
los cambios genéticos pueden ser perjudiciales. Por
ejemplo, el cáncer se debe a la aparición
de ciertas mutaciones en nuestras células somáticas,
las que forman nuestros tejidos pero no van a dar lugar
a nuestros hijos. Se explica de esta manera que sufran muchos
tumores las personas que tienen equipos defectuosos de copia
y reparación y las que se exponen a agentes que dañan
el texto genético.
Liberadas de la servidumbre de sufrir
mutaciones para favorecer la evolución, nuestras
células somáticas podrían tener equipos
perfectísimos de copia y reparación, al menos
como los mejores que se encuentran en otros organismos.
Triste es que carecemos de fotoliasas, unas proteínas
que usan casi todos los seres vivos para reparar muy eficazmente
los daños producidos por las radiaciones ultravioleta
aprovechando la energía que llega con la luz del
sol.
Sospechamos por tanto que esas carencias
tienen la utilidad de limitar nuestras vidas para dejar
sitio a nuestros descendientes y vía libre a la evolución
biológica. Si queremos que nuestros descendientes
sean matusalenes en serie, tendríamos que ir pensando
en modificar los genes responsables de los equipos de copia
y reparación de nuestras células somáticas.
E. CERDÁ, catedrático de Genética,
Universidad de Sevilla