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La muerte, finalmente

Manuel CRUZ


No hay acuerdo acerca del grado de presencia que tiene la muerte en nuestra sociedad. Es mayoritario el sentir de quienes opinan que en los últimos tiempos tendemos a no hablar de ella, incluso a esconderla, aunque no faltan quienes consideran que, por el contrario, si algo no falla en nuestro entorno son elementos que, de una u otra manera, nos recuerdan el hecho de la muerte. Como casi siempre en caso de duda, lo mejor es seguir la recomendación aristotélica y ver si introduciendo algún matiz, la cuestión se torna más manejable. Propongo empezar distinguiendo entre tipos de muertos.

De un lado estarían lo que podríamos considerar muertos abstractos. En este grupo se incluirían la totalidad de nuestros antepasados, ese enorme número de individuos de la especie humana que pasaron por este mundo y ya nos han abandonado. Tan grande es la cifra (el historiador Paul Chaunu intentó en algún momento calcularla y le salían unos cuantos billones), que ya los griegos se referían a esa comunidad de desaparecidos como "la mayoría". También entrarían aquí esos muertos anónimos que aparecen en los medios de comunicación constantemente. Las guerras que no cesan y la cantidad de conflictos violentos que asolan el planeta constituyen ocasión permanente para que las pantallas de los televisores o las páginas de los periódicos se llenen con imágenes, a menudo obscenas, de cadáveres. En tercer lugar, habría que mencionar a esos personajes célebres, del ámbito de la cultura, la política o el espectáculo, cuyo fallecimiento también proporciona continuado pretexto para recordarnos la inevitabilidad de la muerte. Por último, y ya que se trata de plantear el grado de presencia de la muerte en nuestra sociedad, habría que incluir así mismo en el apartado de los muertos abstractos (subapartado "muertos ficticios") los que aparecen representados en las obras de arte, en especial en el cine, y que son los que hoy en día hacen, de manera abrumadora, que el individuo obtenga su primera noticia acerca del hecho de la muerte.

El el capítulo que propongo denominar muertos concretos estarían nuestros seres más próximos y queridos, aquellos a los que la vida nos proporciona el triste privilegio de despedir, además, desde luego, de nosotros mismos. Mientras que respecto a la presencia pública del anterior grupo hay pocas dudas, es al hablar de este segundo cuando se nos hace patente hasta qué punto la muerte se ha ido haciendo progresivamente invisible en nuestros contextos habituales. Dicho de una manera muy descriptiva: los tanatorios se han convertido en la salida de emergencia de los hospitales y de las grandes ciudades ha desaparecido la imagen, antes habitual, de los coches fúnebres.

Por supuesto que, de ser cierta la precedente descripción, procedería preguntarse por los motivos de la tendencia señalada. La respuesta parece clara: escondiendo a sus muertos (en el segundo sentido), nuestra sociedad evita afrontar aquella experiencia que probablemente provoca la desazón más radical en el ser humano: el miedo a la muerte. El arraigo de dicho miedo, más allá de diferencias históricas y sociales, es cosa sobradamente acreditada. Bastará con recordar el remedio que proponía Epicuro para ahuyentarlo: la muerte no es nada, nada para los seres vivos, porque están vivos, y nada para los muertos porque ya no están. El remedio, más que tramposo, es insuficiente, como intentaré mostrar enseguida.

Junto a un ejemplo tan clásico, resulta obligado hacer mención a ese otro planteamiento que, ya mucho más cerca de nosotros, ha intentado pensar la muerte desde una perspectiva distinta. Me refiero al de Martin Heidegger y su distinción entre muerte y angustia. Como es sabido, el autor de "Ser y Tiempo" (en línea en este punto con la psicología de su época) propuso distinguir entre muerte y angustia. El miedo es el temor a algo que conocemos (o creemos conocer), mientras que angustia es el temor que genera en nosotros lo desconocido o, con más propiedad, el temor sin objeto definido. Para Heidegger es angustia lo que nos provoca la muerte.

Sin embargo, una puntualización parece necesaria. Aceptando la parte de razón que tanto Epicuro como Heidegger tienen, me temo que ambos se equivocan al poner el acento casi en exclusiva en la muerte propia, lo que provoca que no presten suficiente atención a aquello que a mi entender merece ser pensado. Me refiero a esa experiencia que tiene lugar cuando desaparece un ser querido, una experiencia de pérdida que no se agota en absoluto identificándola con la experiencia de nuestra propia finitud. La muerte ajena nos hace saber no sólo de nuestra finitud, sino también de nuestra incompleta condición. Nunca como en la muerte de alguien cercano experimentamos el grado de dependencia que tenemos respecto de los otros: hasta que punto somos en gran medida esos otros. Afirmar, ante la pérdida de un ser querido, que con él se va una parte de nosotros mismos es mucho más que una metáfora expresiva o una frase contundente.

En efecto, empezamos a morir cuando mueren los seres que queremos. En ese sentido, podría decirse que la vida no es otra cosa que un prolongado aprendizaje de la muerte. En el bien entendido de que tal aprendizaje no consiste en la adquisición de unas técnicas o de unos conocimientos que nos hagan más llevadera la inminencia del tramo final, sino en el proceso por el que tomamos clara conciencia de lo que la vida contiene, en su misma entraña, de muerte. Formulémoslo así: vamos muriendo a lo largo de toda nuestra vida. Y lo que en verdad hace la muerte propia es liberarnos, definitivamente, de ese doloroso y extenuante sufrimiento.

PUBLICAT AL DIARI "LA VANGUARDIA", (Barcelona); 1 de DESEMBRE de 2003


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