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¿Qué son las diferencias culturales?

Cristian HORMAZÁBAL

Quizás la escandalización que diariamente expresamos los occidentales por otras culturas, por la oblación de órganos sexuales en el África, por los derechos de las mujeres árabes, por los fundamentalismos religiosos y otras peculiaridades no sea demasiado diferente del extrañamiento que experimenten los no occidentales (esto es, el resto del mundo) ante nuestra extraña fórmula de "libertad" de unos basada en la opresión de otros; ante nuestra religión consumista del Dios llamado "Yo"; ante la proliferación de nuestros cultos fanáticos e idólatras por grandes marcas y famosas personalidades, de nuestros rituales de silicona y otras grotescas prácticas de embellecimient por mutilación. No debería extrañarnos que "las demás culturas" se sorprendan ante nuestra capacidad de comunicarnos libremente ¿comunicar qué? cualquier cosa, no importa), de satisfacer deseos materiales a cualquier precio o de alterar nuestro estado de conciencia con alcohol y fármacos de diversos tipos; de nuestra insólita dificultad para establecer verdaderos lazos sociales o del triste vacío existencial que nos caracteriza como cultura.

Ante tales contraposiciones culturales o bien tenemos a quienes apoyan incondicionalmente la imposición forzosa de valores universales (democracia, libertad, etc.) sustrayendo de todo contexto las normas que rigen el comportamiento en otras latitudes (una empresa tan siniestra como imposible); o bien están quienes se desprenden de todo posicionamiento usando el comodín del "relativismo cultural". Entre lo uno y lo otro no hay más que confusión y mucha, mucha, ignorancia.

Detengámonos a preguntar: ¿Qué queremos decir con diferencias culturales? A medida que avance la globalización de las personas y se profundice "el fenómeno migratorio", será ésta la cuestión que teñirá nuestras relaciones. Se activará cada vez que encontremos distintas tonalidades de piel, acentos, idiomas, gustos, gestos o sentidos del humor a nuestro paso.

Siempre que nos topamos con "otra" -cualquier "otra"- persona, entra en juego eso que llamamos "cultura": series de códigos que califican lo bueno y lo malo, lo que corresponde hacer en determinados momentos, cómo saludar, hablar, conocerse, despedirse, expresar el amor, la rabia o la frustración y un largo etcétera. Cabe preguntarse, entonces, si acaso las "diferencias culturales" son especiales en alguna medida con respecto a otras diferencias como las de género, edad, color de piel o de simple opinión. Hay quienes sostienen que dentro de una misma "cultura" las relaciones surgen y se mantienen de forma más o menos positiva porque existe un solo sistema de códigos compartidos (con respeto a preceptos morales, a cómo relacionarse con otros, a cómo expresarse, etc.). Quienes apoyan este argumento dirán que las diferencias culturales son necesariamente "superiores" a cualquier otra diferencia y que el "choque cultural" es consecuencia necesaria de "mezclar" distintas gentes. Así, "los otros", los inmigrantes, aparecen como un problema para la convivencia porque rompen con el sistema de códigos de convivencia necesario para la vida en sociedad.

Tal respuesta es la más simple posible y también la más errada. Se trata de un razonamiento absolutista que, como toda verdad única e incontestable, fomenta la ignorancia, el fundamentalismo y el deterioro del sano ejercicio de pensar del ciudadano común. Esta idea, curiosamente promovida por el discurso político de los países occidentales desarrollados, de que "las diferencias culturales" son, primero, insalvables y, segundo, peligrosas para la convivencia, supone que toda diferencia es en sí absoluta y radical, es decir, asume que hombres y mujeres, adultos y niños, maestros y aprendices, homosexuales y hetetosexuales, patrones y obreros, ricos, pobres, blancos y negros "de una misma cultura", por el simple hecho de compartir algunos preceptos de convivencia, son capaces de convivir sin mayores conflictos entre sí, e incapaces de relacionarse sin problemas con personas de otras culturas. Sencillamente, una falsedad rampante que esconde la infame idea de "pureza" de raza (europea en general o de cualquuera de sus países).

Con excesiva facilidad creemos que un ciudadano "puro" (que no existe) de una cultura bien definida (que tampoco), encontrará menos afinidades y más desavenencias con los de "otras culturas", en prácticamente cualquier esfera de la vida cotidiana. Nada más lejos de la verdad, del día a día, que es que las "diferencias", culturales o no, se dirimen en las relaciones concretas entre las personas según su capacidad para satisfacer necesidades que cualquiera tendría y que poco tienen que ver con el hecho de venir de un lugar o de otro: la necesidad de establecer relaciones de mutua confianza, de dar y recibir amor, de crecer con los demás, de sentir plenitud, de encontrar apoyo en momentos difíciles... ¿Acaso hay alguien, de alguna parte del planeta, de alguna "cultura" que no comparta estas necesidades mínimas de humanidad?

Las diferencias culturales, como todas las diferencias, se basan en una distancia. Superados los prejuicios que mantienen al obtuso encerrado en su ignorancia, la difrencia es el camino entre "mi manera de entender las cosas" y la percepción de otra persona, acaso de origen diferente. La "diferencia cultural" es el llamado a recorrer aquello que me distingue del otro y "crecer" incorporando nuevos conocimientos; es el espacio vacío entre mi percepción del mundo y la percepción de aquellas personas con las que me relaciono; la brecha que nos separa y nos mantiene unidos a otros y otras como personas únicas.

La interculturalidad es precisamente la gestión y la negociación diaria de esas "diferencias culturales": la aceptación mutua a explorar el mundo de un "otro" que, en virtud de contar con un origen que no es el mío, es capaz de transmitirme una visión distinta de las cosas. La interculturalidad, más que un mar de conflictos, es la posibilidad de aprender, de crecer, de ampliar nuestra comprensión del mundo y de nosotros mismos, de cuestionar nuestros esqumas, de ablandar nuestros prejuicios, de salir de nuestra más natural y humana condición de ignorantes, haciéndonos más humanos.

Quienes nos son más radicalmente diferentes e incomprensibles, esos de las culturas que tanto despreciamos, son los que más puden enseñarnos a entender la avasallante complejidad del mundo. Sólo conociendo las culturas árabes, orientales, turcas, etc., Occidente logrará crecer culturalmente y salir de su ensimismamiento, cada día más caracterizado por la ignorancia, el narcisismo, el abuso de poder y la prepotencia.

Publicado en "EL HISPANO", febrero 2004, p. 9. Publicación gratuita repartida en locutorios, centros cívicos, consulados, etc, para la población latinoamerica de Barcelona.


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